Los
pueblos de la América española se mueven, en una misma dirección. La
solidaridad de sus destinos históricos no es una ilusión de la literatura
americanista. Estos pueblos, realmente, no sólo son hermanos en la retórica
sino también en la historia. Proceden de una matriz única. La conquista
española, destruyendo las culturas y las agrupaciones autóctonas, uniformó la
fisonomía étnica, política y moral de la América Hispana. Los métodos de
colonización de los españoles solidarizaron la suerte de sus colonias. Los
conquistadores impusieron a las poblaciones indígenas su religión y su
feudalidad. La sangre española se mezcló con la sangre india. Se crearon, así,
núcleos de población criolla, gérmenes de futuras nacionalidades. Luego,
idénticas ideas y emociones agitaron a las colonias contra España. El proceso
de formación de los pueblos indo-españoles tuvo, en suma, una trayectoria
uniforme.
La
generación libertadora sintió intensamente la unidad sudamericana. Opuso a
España un frente único continental. Sus caudillos obedecieron no un ideal
nacionalista, sino un ideal americanista. Esta actitud correspondía a una
necesidad histórica. Además, no podía haber nacionalismo donde no había aún
nacionalidades. La revolución no era un movimiento de las poblaciones indígenas.
Era un movimiento de las poblaciones criollas, en las cuales los reflejos de la
Revolución Francesa habían generado un humor revolucionario.
Mas las
generaciones siguientes no continuaron por la misma vía. Emancipadas de España,
las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un trabajo
de formación nacional. El ideal americanista, superior a la realidad contingente,
fue abandonado. La revolución de la independencia había sido un gran acto
romántico; sus conductores y animadores, hombres de excepción. El idealismo de
esa gesta y de esos hombres había podido elevarse a una altura inasequible a
gestas y hombres menos románticos. Pleitos absurdos y guerras criminales
desgarraron la unidad de la América indo-española. Acontecía, al mismo tiempo,
que unos pueblos se desarrollaban con más seguridad y velocidad que otros. Los
más próximos a Europa fueron fecundados por sus inmigraciones. Se beneficiaron
de un mayor contacto con la civilización occidental. Los países
hispano-americanos empezaron así a diferenciarse.
Presentemente,
mientras unas naciones han liquidado sus problemas elementales, otras no han
progresado mucho en su solución. Mientras unas naciones han llegado a una
regular organización democrática, en otras subsisten hasta ahora densos
residuos de feudalidad. El proceso del desarrollo de todas las naciones sigue
la misma dirección; pero en unas se cumple más rápidamente que en otras. Pero lo
que separa y aísla a los países hispanoamericanos, no es esta diversidad de
horario político. Es la imposibilidad de que entre naciones incompletamente
formadas, entre naciones apenas bosquejadas en su mayoría, se concerte y
articule un sistema o un conglomerado internacional.
En la historia, la comuna
precede a la nación. La nación precede a toda sociedad de naciones. Entre los
pueblos hispanoamericanos no hay cooperación; algunas veces, por el contrario,
hay concurrencia. No se necesitan, no se complementan, no se buscan unos a
otros. Funcionan económicamente como colonias de la industria y la finanza europea
y norteamericana.
Por muy
escaso crédito que se conceda a la concepción materialista de la historia, no
se puede desconocer que las relaciones económicas son el principal agente de la
comunicación y la articulación de los pueblos. Puede ser que el hecho económico
no sea anterior ni superior al hecho político. Pero, al menos, ambos son
consustanciales y solidarios. La historia moderna lo enseña a cada paso. De una
comarca de la América española a otra comarca varían las cosas, varía el
paisaje; pero no varía el hombre. Y el sujeto de la historia es, ante todo, el
hombre. La economía, la política, la religión, son formas de la realidad
humana. Su historia es, en su esencia, la historia del hombre.
La
identidad del hombre hispano-americano encuentra una expresión en la vida
intelectual. Las mismas ideas, los mismos sentimientos circulan por toda la
América indo-española. Toda fuerte personalidad intelectual influye en la
cultura continental. Es absurdo y presuntuoso hablar de una cultura propia y
genuinamente americana en germinación, en elaboración. Lo único evidente es que
una literatura vigorosa refleja ya la mentalidad y el humor hispano-americanos.
Esta literatura - poesía, novela, crítica, sociología, historia, filosofía - no
vincula todavía a los pueblos; pero vincula, aunque no sea sino parcial y
débilmente, a las categorías intelectuales.
Nuestro
tiempo, finalmente, ha creado una comunicación más viva y más extensa: la que
ha establecido entre las juventudes hispano-americanas la emoción
revolucionaria. Más bien espiritual que intelectual, esta comunicación recuerda
la que concertó a la generación de la independencia. Ahora como entonces la
emoción revolucionaria da unidad a la América indo-española. Los intereses
burgueses son concurrentes o rivales; los intereses de las masas no. Los
brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán en el
porvenir, los votos históricos de las muchedumbres.